domingo, 19 de julio de 2020

Paddock

Con dos meses de retraso por esta maldita pandemia que todo lo trastoca, por fin a la hora acordada del día fijado, conduje el coche a la I.T.V. habitual mediante el sistema de cita previa, que hacía más de un mes gestioné a través de la web oficial.
Al llegar allí a eso de las 10:15 de una mañana calurosamente radiante, me encontré a la cola de una larga fila de automóviles.
¡Esto va para largo, pensé! Y con ese pensamiento me dirigí a las oficinas con la documentación en mano, la cartera preparada y a la espera de las indicaciones habituales.
Varias cosas cambiaron lógicamente por las medidas de seguridad actuales. Mampara de separación en el mostrador, geles por doquier y una gran falta del cestillo de caramelos que siempre me recibía con el logo de la empresa.
Una operaria recogió mis papeles, los comprobó y me preguntó:
¿Usted tenía fijada la hora de la inspección entre las 10:30 y 10:40 verdad?
Exactamente, contesté yo.
Miró su reloj y con una gran sonrisa me indicó…
Bien, aunque aún son las 10:25h. vamos a realizar ya la inspección de su vehículo. Si es tan amable, espere usted fuera que una persona le acompañará hasta el lugar para realizarla.
¡Qué bien, pensé yo! De algo tenía que servir esto de las citas previas, aunque si soy sincero jamás pensé que fueran más allá de la puntualidad.
Eso no lo presentía; pero lo que verdaderamente me impresionó en esta historia es que una vez fuera esperando a la persona que me tenía que acompañar e indicar, de repente se abriera una puerta y apareciera una mujer de esas que te dejan sin habla más allá de que estuviera o no hablando. Al menos de metro ochenta, larga cabellera rubia, ojos claros y rostro impenetrable en su totalidad por la mascarilla que lo cubría, con cuerpazo de esos de photoshop enfundada en una especie de mono negro completamente ajustado a unas curvas que ni el circuito de Spa Francorchamps.
Esa mujer se dirigió a mí y muy amablemente me preguntó:
Señor Zarco, ¿puede acercar su vehículo y acompañarme, por favor?
Mi primer pensamiento fue: “Hasta el infinito y más allá”; pero al final le contesté el consabido y educado “claro que sí, muchas gracias”.
Conforme me iba acercando a mi automóvil, mentalmente sonreía pensando o más bien divagando por mi afición a la Formula 1. En ese momento, me sentí piloto de carreras rodeado en el paddock de técnicos y alguna de esas modelos que paraguas en mano sólo solemos ver por televisión.
Me acompañó unos metros subida a sus tacones y yo subido a mi bólido y me indicó una entrada por la que aparecería un técnico que sin duda, no sería tan hermoso como ella. Nos despedimos cortésmente deseándonos un feliz día.
Así acabó esta pequeña historia, con mi mujer en el asiento del copiloto y riendo por estos pensamientos que le relaté mientras mi coche era zarandeado, auscultado y aprobado por un operario que dio su visto bueno a un coche y dos personas que comenzaron un feliz día de aniversario en un paddock cualquiera.

martes, 14 de julio de 2020

Tan lejos, tan cerca

      Una mujer de varias décadas no puede contener la emoción al abrir un paquete que sin envoltorio de regalo, lo es.
     Se diría que le pudo la emoción de lo inesperado, de la sorpresa sin más, del detalle de una conjura entre varios para ella sola.
     Observé su reacción, su perplejidad, su alegría y sus recuerdos. No sé qué me impresionó más; o quizás sí.
     Puede que el ver una niña que no conocí y vislumbré entonces en todo su esplendor, fuera lo que más me llamó la atención.
     Supe en ese instante que el objetivo se cumplió aún antes de mostrarse en toda su realidad al ser descubierto. Poco a poco el envoltorio fue abriendo paso a un contenido lleno de futuras miradas a cielos estrellados.
     Un asombro, una exclamación, un éxtasis de alegría mezclados en lágrimas de emoción.

            ¡Un telescopio! gritó a los cuatro vientos de una habitación cerrada.

     Un cartón por allí, unos plásticos de burbujas por allá, una bolsa de lentes, un trípode, tornillos y por fin el largo, negro y hermoso objeto cuya misión no es otra que la de acercar una mirada al abismo del asombro.
     No hicieron falta palabras; con su mirada bastó. Cuando unos ojos ríen de ilusión, no hay más que añadir a la escena.
     La luna la esperará pacientemente para ser descubierta; aquella estrella que se mueve, también; pero hay algo que nunca podrá cambiar:

     La mirada de una niña que siendo grande se hizo pequeña y de un universo tan lejano como cercano para todo aquel que quiera y sepa recrearse en su contemplación.

     

martes, 7 de julio de 2020

80 tacos


Hace la friolera de treinta y cinco años mes arriba mes abajo, un tipo al que sigo conociendo que no es otro que yo mismo, una calurosa mañana mochila caqui al hombro, caminaba somnoliento por el famoso Paseo del Prado de un Madrid tan reconocible como el de ahora.
Su sueño, era comprensible. Acababa de abandonar todo un Cuartel General del Ejército tras tres días de pernocta obligada allí para cumplir con lo estipulado en un compromiso firmado para servir a la Patria.
El trayecto sólo buscaba alcanzar el bus que esperaba en una parada de Atocha y que sin duda me llevaría al hogar dulce hogar.
Era una mañana hermosa, como muy hermosa era la mujer que captó mi atención sentada en una de tantas mesas del típico café-quiosco del Paseo que estaba atravesando.
No sé exactamente si fue su larga cabellera rubia o sus facciones extraordinariamente bellas. El caso es que pensé: “Yo conozco a esa mujer”.
Y efectivamente, la conocía. Incluso supe su nombre y sabía en qué trabajaba. Lo supe, pero no por una mente lucidamente despierta o una memoria fotográfica de cámara réflex, sino porque a su lado se sentaba un hombre por el que yo y millones seguramente como yo, se hubieran cambiado en ese y en otros muchos momentos.
La mujer en cuestión era Barbara Bach (chica Bond para más señas) y su acompañante no era otro que el mismísimo Ringo Starr con su barba y gafas que no podían ocultar su personalidad.
Todo un Beatle en Madrid, todo un baterista del seguramente grupo más famoso de la historia de la música, allí, a escasos metros de un hombre como yo que se crio a biberones escuchando sus músicas y que ha sido fiel admirador de las obras que a 45 o a 33 revoluciones siempre me han acompañado de los cuatro escarabajos de Liverpool.
Recuerdo no dar crédito a esa casualidad del momento, como tampoco daba crédito de unos fortachones por llamarles de alguna forma, que muy cerquita de la pareja en cuestión, preservaban su intimidad de miradas curiosas como la mía.
No me acerqué, más por miedo que vergüenza, pero me quedó un regusto de gloria cuando pensé que vi a una mujer hermosa como pocas y a una leyenda de la música que sigue siendo hoy al cumplir 80 tacos junto a esa misma mujer  que en un día soleado en Madrid captó mi atención.
Felicidades al Sr. Starr y mis respetos a la Señora de Ringo tantos años después.