domingo, 19 de abril de 2020

El taxista



La estrella es símbolo de honor en militares o de suerte para quienes la tienen buena o nacen con ella. La suerte, hay que buscarla para encontrarla y el honor suele ser innato en quien lo posee.
Hoy hablaré de un hombre grande; en apariencia como de dos metros. Pudiera ser tan largo como un día sin pan aunque no me fijaré en su apariencia externa, sino en su interior. Un trabajador de la calle; de calle, carretera y manta. Uno de esos hombres que miden lo ganado por lo indicado en el salpicadero de su coche; de esos que hacen carreras sin competir con nadie y del que poco conocemos que no vaya más allá de alguna conversación desde el asiento de atrás.
Uno de tantos taxistas y a su vez, uno de esos hombres que parecieran de otro tiempo, porque difícil encontrar en un tiempo tan ingrato como el que vivimos, a alguien cuya motivación es la ayuda, el servicio, el trabajo y el préstamo de un corazón que sin duda debe ser tan grande en su cuerpo como el que ha demostrado a muchas manos que le han aplaudido por sus gestos.
No quiso dineros de aquellos con susto en la mirada por una enfermedad que siendo de ida, nunca sabían si podrían regresar.
Le bastaba la satisfacción de las obras grandes que sólo los grandes de corazón saben hacer.
¡Qué enorme lo que haces, amigo taxista! Porque sin conocer tu nombre, ni coincidir seguramente en esta vida, podré llamarte amigo como tantas y tantas personas que debemos reconocer, aplaudir y enorgullecernos sabiendo que por esas calles o esas carreteras de Dios, hay un taxista, un buen hombre que nos hace ver que la verdadera España que sabemos que existe,  también va subida sobre cuatro ruedas.
Una nueva estrella para mi colección.
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martes, 14 de abril de 2020

Simples detalles


     


     Cuando se cumple un mes y un día de confinamiento como si fuera una condena dictada, el día amaneció encapotado pero no por ello diferente a otros tantos que más tarde o más temprano descubrimos por nuestras ventanas.
      Lo habitual, se hace norma y hoy nada hacía presentir que fuera diferente. Me levanto tan tarde como mis ganas me empujan de ese sofá en el que dos habitantes hacemos noche desde hace ya algunas semanas.
      No me echaron por castigo conyugal a dormir en él. Fue un acto de seguridad mutua ante ciertos síntomas que no llegaron a cuajar o si lo hicieron, superamos con más gloria que pena.
      Digo que dormimos dos porque dos somos mi persona y mi perro que no me abandona ni para soñar. Para estar cómodos, yo me hago un ocho mientras él forma un cero a mis pies.
      El sofá para mi gusto muy particular, me resulta incluso anatómicamente cómodo, aunque también debo reconocer que en alguna ocasión, más por culpa mía y de alguna mala postura, amanecí pensando que era anatómico forense.
      Higiene y desayuno habitual para  salir por la puerta uno con la intención de estirar  piernas y el otro para estirar las patas.
      El recorrido es muy corto. Todo lo que pueden dar un par de calles para entrar por una y regresar por la otra.
      El paisaje, nada atrayente. Aceras anchas con sus coches en batería y dando un toque de salvaje naturaleza, una fila de árboles que al menos dan sombra y objetivo de cobijo de aves e inodoro de perros como el mío.
      Sí; mi perro es de esos que levantan la pata trasera para regar troncos. Y no lo hace en uno, no. Debe marcar su territorio en grandes extensiones de árboles.
      Así que debo ir con guantes enfundados, mascarilla al uso y como accesorio, una botella de plástico conteniendo una disolución jabonosa para limpiar las marcas que el can va dejando a su paso.
      Son normas de higiene naturales no ya en estos tiempos de virus, sino siempre. Pero hoy, un simple detalle captó mi atención sin esperarlo.
      En uno de esos árboles cualquiera y después de limpiar con esa disolución el dibujo que mi perro había hecho, al marcharnos, escuché a mis espaldas: “G R A C I A S”
      Volvimos ambos la mirada y no encontramos a nadie. La palabra se repitió y fue entonces cuando vimos tras las rejas de una ventana a una ancianita de mirada dulce.
       “¿Gracias, por qué?” Pregunté yo.
       “ Porque eso que acaba de hacer usted no lo suele hacer casi nadie” contestó ella.
      Reflexioné entonces que mucho menos común es que una buena señora agradezca un gesto cívico en un mundo por desgracia tan incívico. 
       Le devolví las gracias a esta entrañable ancianita y deseándole se cuidara y tuviera un buen día, mi perro no lo sé, pero yo regresé a casa con la dulce sensación de pensar que en simples detalles, la vida aunque sea en estos momentos duros, también puede ser hermosa.



sábado, 11 de abril de 2020

Sara

   


      Como todos los días, de blanco vestía y en una silla de despacho se sentaba. La puerta entreabierta esperando siempre asomara alguien por ella que necesitara de su ayuda.
     Los minutos transcurrían en silencio y una quietud extraña se respiraba en el ambiente, de tal manera, que pensó: “Qué extraño”.
     De su boca, salió una palabra usual en su vocabulario profesional:
     “Siguiente”, dijo ella. Sólo el silencio recibió como respuesta.
     Confundida y extrañada, se levantó para asomar su cabeza a esa estancia que con letrero de Sala de Espera, era compañera fiel.
     La sala, estaba llena. ¿Llena? Sí, pero en completo silencio.
    De repente, alguien se levantó; primero una mano y después la otra, enfrentando ambas e iniciando un tímido aplauso. A ese aplauso, siguieron dos, quince, cien o mil que parecieran millones.
     No daba crédito a lo que veía y escuchaba y en su rostro aparecieron señales de asombro, perplejidad, incredulidad y un atisbo de total incomprensión.
     De entre las manos y los ojos que le aplaudían apareció una señora de mirada serena, belleza sin igual y media sonrisa complaciente.
     Acercándose a ella cogió su mano y con una voz dulce le susurró al oído:
     “No temas y acompáñame”
     Asió su mano y recorrieron un largo pasillo que acababa en una gran puerta de tenues tonos. La abrieron y saliendo a su exterior, ante ellas, un inmenso océano de lo que se asemejaba a una vasta extensión de espesa bruma en los pies.
     Nunca jamás había visto nada que se le pudiera asemejar. No podía ver sus pies y sus rodillas apenas destacaban de esa especie de niebla acogedora.
     “Agáchate un poco y aparta con tus manos todo lo que necesites para ver”, le dijo esa señora recién conocida.
     Dócil y complaciente, así lo hizo. De inmediato, un vértigo recorrió su cuerpo; una sensación de inmensidad se apoderó de ella y tuvo que asirse a los brazos de su nueva amiga, para no caer en el desmayo.
     Sus ojos se abrieron de par en par; su corazón se aceleró queriendo salir del pecho y su respiración se contuvo en un suspiro de asombro.
     Lo que veían sus ojos era la inmensidad de un cielo lleno de blancas nubes y en ese instante se percató que ella misma se sostenía en pie en una de ellas.
     Miró hacia abajo, muy, muy abajo y creyó ver pueblos, campos y ciudades a muchos kilómetros de allí. Pero no fue lo que vio sino lo que escuchó lo que más llamó su atención.
     Un aplauso lejano pero extrañamente familiar, llegó a sus oídos e instintivamente, miró su reloj.        Marcaba las ocho de la tarde y quiso comprender aunque su mente se encontraba dispersa después de tantas emociones.
     “Te aplauden a ti Sara” le dijo esa señora
     “¿A mí?”
     “ Sí, a ti y a muchas personas como tú que con vuestro esfuerzo dais consuelo, ayuda e incluso la vida por los demás”.
     “Pero, pero…” Las palabras querían salir de su boca pero se amontonaban de tal manera que no consiguieron pronunciar nada legible.
     De repente, comenzó a concatenar pensamientos, razones y recuerdos para extrañamente llegar a una conclusión, que aún siendo terrible, no le provocó pavor sino paz.
     Mirando fijamente a los ojos de su nueva amiga, le preguntó:
     ¿Cómo te llamas?
     “María, le respondió; aunque también puedes llamarme Carmen, Macarena, Manjavacas… como a ti te plazca”.
     Los ojos de Sara se abrieron y unas lágrimas de esperanza rodaron por sus mejillas para caer en el abismo existente entre el cielo y la tierra que había dejado. Balbuceando, llegó a preguntar:
     “¿Entonces tú eres…?”
     “Sí” le respondió ELLA
      Y una sonrisa infinita iluminó el rostro de Sara.



*Dedicado especialmente a Sara Bravo López de 28 años de edad, médico de familia en Mota del Cuervo (Cuenca) fallecida por coronavirus el 29 de marzo y a todos los profesionales de cualquier rama que dan su vida por servir a los demás e intentar hacer de éste un mundo más seguro y mejor.

A todos ellos, de corazón, mi aplauso y reconocimiento sin hora fija.

G R A C I A S


                  



El coleccionista de estrellas 11/04/20

miércoles, 8 de abril de 2020

El coleccionista de estrellas 08/04/2020



Me tuve que alejar del mundo y empezar a soñar con los pies colgando de cualquier luna. Esta realidad que nos ata a nuestro entorno, que nos amenaza con un mal invisible que mata antes de morir, hizo de mí un hombre recluido en las cuatro paredes de su pensamiento y de un hogar dulce hogar que ahora es más refugio que dulce por las circunstancias que vivimos en el planeta.
Cifras, cifras y más cifras de infectados, muertos y salvados se agolpaban en la mente de un tipo como yo que siempre fue más de letras que de ciencias. Y de tanto sumar tristezas, restar alegrías, multiplicar soledades y dividir esperanzas, opté por detenerme y pensar:
¿Quién soy? ¿Quién quiero ser? ¿A quién me gustaría parecerme? ¿Dónde se bajó aquel que pisaba charcos y saboreaba piruletas de colores?
Aquel, era el niño que llevo dentro y que atemorizado, llevaba tiempo escondido bajo siete mantas de incertidumbres y malos augurios.
El niño que escribía con tinta roja llena de latidos, pasó a ser el adulto adusto de mirada triste y alegrías enjauladas. Me dije entonces: NO, NO y mil veces NO.
Por mí y por todos mis compañeros, voy a dejar de jugar a ser un adulto de hoy para ser el niño de ayer.
Con esa intención inauguro hoy este rinconcito en el que coleccionaré estrellas brillantes de sentidos pensamientos. Ojalá todos sean alegres con bandas sonoras de esperanza y buenos deseos. Pero alguien dijo una vez que para que una estrella brille, es necesaria también la oscuridad. Quiera Dios, el destino o Peter Pan que no me envuelvan los tonos negros con sabor a duelo y pueda transmitir con mis letras un sentimiento, una media sonrisa o una lágrima de esas que de vez en cuando también los niños saben llorar como nadie en este y en todos los mundos.
Seas quien seas, te conozca o no, me entiendas o me dejes de entender, te doy la bienvenida a mi universo de estrellas con los pies colgando. 



*Como banda sonora de inauguración sin otra razón que ser la primera canción que me vino a la mente, aquí os dejo un pedazo de tema de unos artistas que fueron y serán siempre grandes estrellas.