“Bares, qué lugares tan
gratos para conversar…” decía la canción.
Un
nuevo día soleado en mi ciudad; un nuevo día confinado entre pocas paredes
aunque nos quieran hacer creer que hoy es mejor que ayer pero menos que mañana.
El
caso es que asomo la barbilla por la barandilla de siempre y echando un vistazo
a la calle, veo a gentes andar, correr o intentar correr andando. Y allí,
cerrada a cal y canto, una persiana metálica con graffitis a caballo entre un
Mazinger Z y vete tú a saber qué cosa.
La
persiana del bar de siempre que algo más de dos meses atrás, recibía clientes
que en mayor o más bien en menor medida, acudían a su barra a beber, oír, ver y
pocas veces callar.
Hoy
ese bar, ese local de encuentro, sigue cerrado a cal y canto. No es el único
aunque seguramente, de futuro incierto a la hora de descorrer puertas, servir
mesas o colocar sombrillas.
Dejé de ser uno de sus clientes habituales
hace ya mucho tiempo, pero barrunto desde hace ya algunos días la idea de
celebrar si es posible mi primera cerveza fuera de casa en ese bar a cuatro
pasos de mí.
Me mueve quizás el sentimiento de
barrio, de cercanía, de caras conocidas, de historia a caballo entre dos
siglos, no sé. Pero si Dios quiere y espero que tenga a bien, ojalá antes o
después logre ver las caras de siempre en él y poder brindar en su barra con
una jarra enorme de cerveza entre las manos, primero por la salud, después por
quien dejó el camino de la vida y por último por un futuro lleno al menos de
esperanza.