Con dos meses de retraso por esta
maldita pandemia que todo lo trastoca, por fin a la hora acordada del día
fijado, conduje el coche a la I.T.V. habitual mediante el sistema de cita
previa, que hacía más de un mes gestioné a través de la web oficial.
Al llegar allí a eso de las 10:15
de una mañana calurosamente radiante, me encontré a la cola de una larga fila
de automóviles.
¡Esto va para largo, pensé! Y con
ese pensamiento me dirigí a las oficinas con la documentación en mano, la
cartera preparada y a la espera de las indicaciones habituales.
Varias cosas cambiaron lógicamente
por las medidas de seguridad actuales. Mampara de separación en el mostrador,
geles por doquier y una gran falta del cestillo de caramelos que siempre me
recibía con el logo de la empresa.
Una operaria recogió mis papeles,
los comprobó y me preguntó:
¿Usted tenía fijada la hora de la
inspección entre las 10:30 y 10:40 verdad?
Exactamente, contesté yo.
Miró su reloj y con una gran
sonrisa me indicó…
Bien, aunque aún son las 10:25h.
vamos a realizar ya la inspección de su vehículo. Si es tan amable, espere
usted fuera que una persona le acompañará hasta el lugar para realizarla.
¡Qué bien, pensé yo! De algo
tenía que servir esto de las citas previas, aunque si soy sincero jamás pensé
que fueran más allá de la puntualidad.
Eso no lo presentía; pero lo que
verdaderamente me impresionó en esta historia es que una vez fuera esperando a
la persona que me tenía que acompañar e indicar, de repente se abriera una
puerta y apareciera una mujer de esas que te dejan sin habla más allá de que
estuviera o no hablando. Al menos de metro ochenta, larga cabellera rubia, ojos
claros y rostro impenetrable en su totalidad por la mascarilla que lo cubría,
con cuerpazo de esos de photoshop enfundada en una especie de mono negro
completamente ajustado a unas curvas que ni el circuito de Spa Francorchamps.
Esa mujer se dirigió a mí y muy
amablemente me preguntó:
Señor Zarco, ¿puede acercar su
vehículo y acompañarme, por favor?
Mi primer pensamiento fue: “Hasta
el infinito y más allá”; pero al final le contesté el consabido y educado “claro
que sí, muchas gracias”.
Conforme me iba acercando a mi
automóvil, mentalmente sonreía pensando o más bien divagando por mi afición a
la Formula 1. En ese momento, me sentí piloto de carreras rodeado en el paddock
de técnicos y alguna de esas modelos que paraguas en mano sólo solemos ver por
televisión.
Me acompañó unos metros subida a
sus tacones y yo subido a mi bólido y me indicó una entrada por la que
aparecería un técnico que sin duda, no sería tan hermoso como ella. Nos
despedimos cortésmente deseándonos un feliz día.
Así acabó esta pequeña historia,
con mi mujer en el asiento del copiloto y riendo por estos pensamientos que le
relaté mientras mi coche era zarandeado, auscultado y aprobado por un operario
que dio su visto bueno a un coche y dos personas que comenzaron un feliz día de
aniversario en un paddock cualquiera.